Cuando un niño tiene un trastorno del comportamiento, los padres y maestros se encuentran ante un niño que no obedece, que puede mostrarse agresivo y que tiene dificultades en sus relaciones sociales. Se observa también que:
Estos comportamientos desbordan a la familia y educadores. Que el niño conteste mal y se niegue a obedecer genera sentimientos de malestar, de incompetencia, de pérdida de autoridad en los educadores y éstos en un intento de recuperarse se imponen. El educador, entonces, grita más fuerte, repite la orden de forma más severa, amenaza, recrimina la conducta de desafío… y a partir de aquí habrá perdido las riendas y el control de la situación: podrá gritar más fuerte, agredir o desobedecer de forma más manifiesta, y todo ello ante la presencia de otros hijos o alumnos. El resultado es un círculo vicioso en el que reina la pérdida de control.
La última versión del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), el DSM-5, la herramienta con la que los profesionales cuentan a la hora de diagnosticar los diversos trastornos mentales, cataloga los criterios diagnósticos para cada uno de los trastornos del comportamiento.
Un patrón de enfado/ irritabilidad, discusiones/actitud desafiante o vengativo que dura por lo menos seis meses, y que se exhibe durante la interacción por lo menos con un individuo que no sea un hermano es considerado patológico:
Patrón de Enfado/irritabilidad
Patrón de Discusiones/actitud desafiante
Patrón Vengativo
Este trastorno del comportamiento va asociado a un malestar en el individuo o en otras personas de su entorno social inmediato (es decir, familia, grupo de amigos, compañeros de trabajo) y tiene un impacto negativo en las áreas social, educativa u otras importantes.
Dada toda la sintomatología anterior, es evidente el deterioro de las relaciones y el clima de tensión que se acaba teniendo en el seno familiar y en el entorno escolar, además de que puede derivar en otros trastornos como la depresión.
Si no se busca solución lo antes posible, estas conductas inadecuadas se acaban instaurando de modo más estable siendo más complicada su modificación con el paso del tiempo. Además, las relaciones familiares cada vez están más deterioradas y estas son fundamentales en la recuperación del cuadro.
Como en todos los casos, es imprescindible realizar una adecuada evaluación al niño/a o adolescente, la familia, y el entorno escolar, de modo que podamos tener la visión más amplia posible del problema en los diferentes contextos.
A partir de ahí, evaluaremos los aspectos cognitivos y conductuales de padres y niño/a o adolescente para ver qué ha provocado el problema y qué lo está manteniendo en el momento actual.
Una vez tenemos toda la evaluación, la intervención siempre va dirigida a dos: el propio niño y los adultos que le rodean. Una premisa básica es mejorar la comunicación dentro de la familia, que, en estos casos, suele estar muy deteriorada. Otra línea de trabajo es la gestión de emociones, no solo las del niño o el adolescente, sino también la de los padres: qué hacer con la frustración, la impotencia, la rabia, la decepción que todos los miembros de la familia están viviendo día a día. A menudo también se debe realizar un trabajo para mejorar la autonomía del niño y ayudarle con la toma de decisiones y el control de impulsos, así como un programa de contingencias en función de los objetivos que se establecen.